El horizonte y la pintura pompeyana. Narciso
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Ovidio en La metamorfosis cuenta que Narciso era un joven bellísimo, al que muchas jóvenes desearon, aunque, dice Ovidio, “hubo en su tierna hermosura tan dura soberbia que ninguna lo conmovió”, ni siquiera Eco, que llegó a morir de melancolía y desamor. Cuenta Ovidio que Eco, consumida de tristeza, y ya cuando “voz tan solo y huesos restan”, pidió a los dioses: “Que así aunque ame él, así no posea lo que ha amado”, y así fue. El muchacho, cansado del calor y del esfuerzo de cazar, se postró a beber agua ante un manantial y “mientras su sed saciar desea, otra sed le creció”, arrebatado por el deseo cuando vio la imagen de su propia hermosura, creyendo realidad lo que tan solo reflejo era, y “mientras bebe una esperanza sin cuerpo ama, ... cuántas veces, inútiles, dio besos al falaz manantial... cuántas veces sus brazos que coger intentaban su cuello sumergió en las aguas, y no se atrapó en ellas”. Su anhelo le llevo, como a Eco, a morir de melancolía, y cuando sus hermanas, las Náyades, fueron a recoger su cuerpo sin vida, en su lugar encontraron una flor azafranada de olor embriagante, a la que llamamos narciso.
Este mito también tiene relación con la práctica artística. Leon Battista Alberti en su tratado De pictura publicado en 1435, afirma que: ...el inventor de la pintura fue sin duda aquel Narciso que fue convertido en flor: porque siendo la Pintura como la flor de todas las artes, parece que se puede acomodar sin violencia la fábula del Narciso a ella. porque ¿qué otra cosa es pintar que tomar con el auxilio del arte la superficie de la fuente?.
Si la pintura ilusionística busca ofrecer al espectador un simulacro del mundo visto, en este fragmento del fresco del tercer estilo de la Casa de Marcus Lucrecius Fronto, en Pompeya, datado aproximadamente en el año 62 a.C. el artista que lo concibió juega ya con varios niveles de simulación. El primero sería la representación de una marquesina, que se apoya en una pared en la que hay representado un cuadro que a su vez representa un muchacho que mira su reflejo en un estanque. Es decir que hay cuatro niveles de simulacro: la marquesina, la pared, el cuadro con el joven y, finalmente, su reflejo en el agua.
Aunque para nosotros, acostumbrados a mirar fotografías, televisión y cine, nos pueda parecer arcaico y torpe, este mural persigue y consigue cierta sensación de profundidad, especialmente el primer plano, porque los bordes de las vigas del artesonado de la marquesina convergen de dos en dos en un eje de fuga central en raspa de pez. El volumen del cuerpo del muchacho está modelado mediante claroscuro y en el paisaje se aplica toscamente lo que posteriormente se llamó perspectiva atmosférica, al representar las montañas más lejanas en un color más claro, casi fundidas con el cielo.
El horizonte es aquí el perfil montañoso que representa lo abrupto del paisaje donde descansa el muchacho, tras el que, en un segundo plano, se abre el abismo, premonición del destino trágico del joven Narciso. Sin ese fondo de paisaje agreste la imagen pierde su dramatismo,